El ‘diktat’ de nuestro tiempo
Hace aproximadamente dos mil quinientos años se escribían en Grecia poemas bellísimos apenas leídos hoy por cuatro especialistas, lo que ya es lástima. Pero son tan hermosos y conmovedores, y tan humanos, que todavía nos resultan muy cercanos. Sófocles fue uno de esos grandes poetas, aunque de él sólo nos quedan algunos dramas radiantes de tristeza pero, sobre todo, de serenidad. Antígona es el título de una de esas viejas historias donde se relata la peripecia de un ser humano que, completamente solo, entra en oposición con su propio país, con sus leyes y legisladores. La historia es conocida, no es menester reproducirla. Me interesa, sin embargo, detenerme en el comportamiento de las dos hermanas del relato.
Ismene es dulce y tímida; espantada ante la decisión real de dejar insepulto el cadáver de su hermano, muy pronto claudica... Hemos de someternos a quienes son los más fuertes, ejecutar todas sus órdenes, incluso si las dan aún más penosas. Por mí, obedeceré a los que están en el poder. No estoy hecha para sublevarme contra el Estado.
Pero Antígona es de otra madera, no se arredra ante su tío, el rey de Tebas… “Tus órdenes, según yo pienso, tienen menos autoridad que las leyes no escritas e imprescriptibles de Dios. Todos los aquí presentes me aprueban. Lo dirían, si el miedo no les cerrara la boca”. Se entabla un diálogo entre ellos. Él lo juzga todo desde el punto de vista del Estado; ella se sitúa en otra perspectiva que le parece superior. La suerte está echada. Condenada a muerte, no escucha ni una buena palabra. Los que están cerca se abstienen de consolarla; se contentan con recordarle fríamente que hubiera sido mejor obedecer. Pero, antes de perecer, dirá algo todavía: “¿Qué crimen he cometido, pues, ante Dios? ¿Por qué es aún necesario, desdichada, que vuelva mi mirada hacia Dios?”.
Creo que Antígona resume bastante bien los problemas que se suscitan en la esfera ético-política de nuestro tiempo y el dato de la presencia de Dios como instancia última ante la que el hombre es medido y pesado, más allá de lo previsto por las leyes y por el poder mismo. Es el juicio de Antígona, y el de todos los inocentes molidos por la lujuriante carroza de la Historia y por la rueda de la violencia, y por los cada vez más afilados dientes del poder, víctimas de las que sabemos que aún queda respecto de ellas alguna cuenta por saldar; claro que lo sabemos.
Porque nuestro tiempo no es ajeno a la desventura de Antígona; no en vano ha producido el mayor número de inmolados de la Historia entera y, con los dos grandes totalitarismos de por medio, la Ciudad Feliz ha sido levantada al precio de carretadas incontables de víctimas. Sin embargo, y como todo tiempo tiene su ambigüedad, habrá también que anotar en el haber avances esperanzadores y aun brillantes que nos harían concebir la posibilidad de desarmar el mecanismo victimario que narraba Sófocles. Aunque no parece que eso haya ocurrido, en absoluto lo parece, sino que más bien esos mecanismos han sido integrados en el rodaje histórico como con toda naturalidad y eficacia. René Girard nos lo ha contado al sentenciar que hay maneras más astutas que el Gulag para deshacerse de las gentes.
Entre tanta roturación y masticamiento sin cuento, y tanto adorno y disimulo, no parece el nuestro un tiempo apto para amenas filosofías, y hasta un Protágoras se hubiera visto en aprietos; ni qué decir de Sócrates, al que hubieran despachado los nuevos ahuyentadores de supersticiones con gestos como el de “Traigan una lamparita, por favor” como el que usó el señor J. Lacan para mofarse y despreciar las categorías de la filosofía cristiana. Pues ahora el pensamiento ilustrado y postilustrado ha sido absolutizado y blindado y llevado en procesión sobre doradas peanas para mejor callar a los saberes antiguos –cristianos o no–, que han quedado reducidos al irrelevante baúl de las cosas viejas.
Resulta entonces que el diktat de nuestro tiempo, versionado en el catálogo de lo políticamente correcto, no sería más que una secreción del pensamiento único dominante, un hallazgo paródico de la misericordia y la justicia, convertidas en la pura vacuidad del flatus vocis, incapaz de actuar en la realidad y de detener la maquinaria de victimación de la Historia. Esta sigue intacta y las cosas rodando del mismo modo, manifestándose como violencia y poder; simplemente con otros verdugos y otras víctimas. Porque tal ha sido el cambio en estos tiempos de progreso y felicidad completa.
*Alejandro Sanz Peinado es crítico de arte.
Ismene es dulce y tímida; espantada ante la decisión real de dejar insepulto el cadáver de su hermano, muy pronto claudica... Hemos de someternos a quienes son los más fuertes, ejecutar todas sus órdenes, incluso si las dan aún más penosas. Por mí, obedeceré a los que están en el poder. No estoy hecha para sublevarme contra el Estado.
Pero Antígona es de otra madera, no se arredra ante su tío, el rey de Tebas… “Tus órdenes, según yo pienso, tienen menos autoridad que las leyes no escritas e imprescriptibles de Dios. Todos los aquí presentes me aprueban. Lo dirían, si el miedo no les cerrara la boca”. Se entabla un diálogo entre ellos. Él lo juzga todo desde el punto de vista del Estado; ella se sitúa en otra perspectiva que le parece superior. La suerte está echada. Condenada a muerte, no escucha ni una buena palabra. Los que están cerca se abstienen de consolarla; se contentan con recordarle fríamente que hubiera sido mejor obedecer. Pero, antes de perecer, dirá algo todavía: “¿Qué crimen he cometido, pues, ante Dios? ¿Por qué es aún necesario, desdichada, que vuelva mi mirada hacia Dios?”.
Creo que Antígona resume bastante bien los problemas que se suscitan en la esfera ético-política de nuestro tiempo y el dato de la presencia de Dios como instancia última ante la que el hombre es medido y pesado, más allá de lo previsto por las leyes y por el poder mismo. Es el juicio de Antígona, y el de todos los inocentes molidos por la lujuriante carroza de la Historia y por la rueda de la violencia, y por los cada vez más afilados dientes del poder, víctimas de las que sabemos que aún queda respecto de ellas alguna cuenta por saldar; claro que lo sabemos.
Porque nuestro tiempo no es ajeno a la desventura de Antígona; no en vano ha producido el mayor número de inmolados de la Historia entera y, con los dos grandes totalitarismos de por medio, la Ciudad Feliz ha sido levantada al precio de carretadas incontables de víctimas. Sin embargo, y como todo tiempo tiene su ambigüedad, habrá también que anotar en el haber avances esperanzadores y aun brillantes que nos harían concebir la posibilidad de desarmar el mecanismo victimario que narraba Sófocles. Aunque no parece que eso haya ocurrido, en absoluto lo parece, sino que más bien esos mecanismos han sido integrados en el rodaje histórico como con toda naturalidad y eficacia. René Girard nos lo ha contado al sentenciar que hay maneras más astutas que el Gulag para deshacerse de las gentes.
Entre tanta roturación y masticamiento sin cuento, y tanto adorno y disimulo, no parece el nuestro un tiempo apto para amenas filosofías, y hasta un Protágoras se hubiera visto en aprietos; ni qué decir de Sócrates, al que hubieran despachado los nuevos ahuyentadores de supersticiones con gestos como el de “Traigan una lamparita, por favor” como el que usó el señor J. Lacan para mofarse y despreciar las categorías de la filosofía cristiana. Pues ahora el pensamiento ilustrado y postilustrado ha sido absolutizado y blindado y llevado en procesión sobre doradas peanas para mejor callar a los saberes antiguos –cristianos o no–, que han quedado reducidos al irrelevante baúl de las cosas viejas.
Resulta entonces que el diktat de nuestro tiempo, versionado en el catálogo de lo políticamente correcto, no sería más que una secreción del pensamiento único dominante, un hallazgo paródico de la misericordia y la justicia, convertidas en la pura vacuidad del flatus vocis, incapaz de actuar en la realidad y de detener la maquinaria de victimación de la Historia. Esta sigue intacta y las cosas rodando del mismo modo, manifestándose como violencia y poder; simplemente con otros verdugos y otras víctimas. Porque tal ha sido el cambio en estos tiempos de progreso y felicidad completa.
*Alejandro Sanz Peinado es crítico de arte.