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Tres días no son nada, un cuento de infidelidad

Al fin despidió a su mujer. Ahora ella le hacía un gesto de impotencia desde el lado de allá, el de los que se van, mientras él agitaba su mano en el lado de acá y la miraba alternativamente a ella y a un letrero que decía Puente Aéreo en letras rojas.
No se iba a quedar parado allí empañando un vidrio hasta que despegara el avión, suficiente había tenido con esperar más de tres horas en el aeropuerto a que se diluyera la niebla. Ya se lo había advertido a ella, así que apenas se repitieron el gesto de despedida dio la vuelta y se alejó por el pasillo. Este viaje estaba en su cabeza desde que le hicieran la propuesta a Margarita de ese negocio en Medellín. Serían solo tres días, no tenía mucho tiempo. Se dirigió de inmediato a la farmacia.
-Por favor me da un tarrito de Advil, dos Vitacé y... una caja de condones -dijo.
En últimas compró dos cajas de Today -tenía alta la autoestima- y tomó un taxi para llegar más rápido a su casa.
Siempre le gustó el sonido de la lata de cerveza al destaparla. En los días anteriores al viaje de Margarita no había podido buscar sus agendas viejas, aunque se felicitó por haberlas guardado. Entonces se apresuró a revolver armarios y cajones, mientras daba sorbos largos a la Club Colombia. Perfecta.
Encontró una de 2007. Como tres días no son nada, decidió irse directo a los números de las que recordaba más fáciles, mientras destapaba la segunda cerveza y encendía un cigarrillo. Sintió culpa por fumar dentro de la casa: primera vez desde que estaba casado con Margarita, que ni sabía que después de almuerzo se fumaba uno con los de la oficina, ni tenía idea de los que apuraba cuando salía a la tienda por la noche a comprar algún ajuste.
Después de repasar nombres y enlazarlos con historias, casi siempre en la banca de atrás de un carro, en una finca de compañeros del colegio o en fiestas de la universidad, se decidió por Liliana. Siempre que se encontraban terminaban en la misma cama. Era infalible.
-Por favor me comunica con Liliana -le dice a la señora que le contesta, y mientras espera recuerda las entradas al hotel La Baranda con Liliana: "¿Un rato o amanecida?". "Un rato". "Son treinta mil". Después del rato casi siempre la acompañaba a coger el bus que la llevaba a su barrio, y él se iba a su casa en un taxi.
-¿Aló?
¿Qué hubo pues, con Juan Luis...
-¿Juan Luis?
-No me vas a decir que no te acuerdas de mí...
-Eh, ¿qué es ese milagro? ¿Usté qué se hizo?
-No, la que se perdió fue usté...
Y ahí se va componiendo el negocio. De pronto, Liliana sale con que la cogió de milagro, que en esos tres años se casó y ahora está dejándole el niño a la mamá porque ella tiene que bajar al Centro a hacer una vuelta. En ese momento se da cuenta de que durante toda la conversación un niño ha estado llorando al fondo.
Con cualquier excusa escurre el bulto y cuelga. Repasa la lista otra vez y encuentra el teléfono de Inés. Buen polvo, Inés, no supo por qué no la llamó primero, pues también era infalible.
-Por favor me comunica con Inés...
-Con ella...
-Hola querida, con Juan Luis.
-Uy, cuánto tiempo, ¿dos años?
-Tres.
-¿Y tu señora?
-¿Y quién te dijo que me había casado?
-Es que yo no soy tan ingrata, yo no olvido a los amigos, pregunto por ellos...
-Pues por eso te estoy llamando, porque yo tampoco.
-No será que estás buscando pasar el rato porque ella no está.
-Siempre tan mala leche ¿aquí recordó por qué no la había llamado primero a ella: además de directa siempre fue perspicaz-. Yo solo quería charlar un rato; es que arreglando el armario encontré tu teléfono y te llamé. Márgara está en la otra pieza.
-¿Ah sí? Pásamela yo la saludo.
Mientras se despide y cuelga, oye la carcajada de Inés al otro lado de la línea. Ya va por la cuarta cerveza y el tercer cigarrillo, la tarde de domingo empieza a caer y decide esperar hasta el otro día para aplicar el plan B: pasaría por una taberna del Centro, donde sus amigos solteros han encontrado levantes fáciles.
Después de un día ansioso, desconcentrado, se aparece por el bar con la firme intención de llevarse a la cama a una desconocida. El sitio es el típico lugar bohemio: oscuro, enchapado en madera, se limita a un espacio estrecho y largo de fondo, con una barra grande en el costado derecho, unas quince mesas. Desde la puerta se da cuenta de que es el único que lleva corbata, y también lo perciben todos los clientes -aspirantes a artistas, estudiantes y profesores universitarios en su mayoría-, que le echan miraditas burlonas. "Esto no empezó muy bien que digamos", se dice, "pero pa' delante".
La barra es el lugar de los solitarios, y además solo hay una mesa disponible, muy escondida. Pocas chicas para repasar con la mirada. Pide una cerveza y un cigarrillo suelto, y piensa en los condones que le estorban en el bolsillo del pantalón.
Once de la noche, y las cosas no marchan como tenía planeado. Lleva un rato tomando ron con hielos cuando descubre la mirada de una chica en un extremo de la barra. Los movimientos que siguen son los de rigor en estas ocasiones: miradas bajas, sonrisa de lado, chupadas pausadas al cigarrillo. Mientras la mira no puede evitar meter la mano en su bolsillo y acariciar los Today. En un momento el encendedor de ella falla y él se acerca rápido a prenderle el cigarrillo, pero el barman se adelanta. No puede quedarse allí parado como un bobo, así que se acerca a la chica con la mano en el bolsillo.
-¿Estás esperando a alguien?
-No, pero quiero tomarme un trago sola.
-¿Segura? A mí me da duro tomar solo.
-De malas.
Sí. De malas. Destemplado, vuelve a su puesto a enlazar un ron tras otro. Se despierta en su cama a las seis y media de la mañana con la cabeza partida en dos, la memoria borrada y un retraso de veinte minutos para llegar a tiempo a la oficina. En la tarde debe recoger a Margarita. Definitivamente tres días no son nada, piensa mientras toma agua sentado en la cama y va inflando uno tras otro los condones. Se ríe mientras le pone nudo a uno y deja caer otro, flácido y arrugado, al lado de la cama. Todavía está algo borracho.
El baño le cayó bien, aunque le quedó faltando un poquito de agua fría en la cabeza. No podía demorarse, ya iba bastante retrasado. Ya en su oficina pudo descansar a ratos, pues los martes no había mucho trabajo allí. Hacia el mediodía se sintió bien por no realizar sus planes: Margarita, tan celosa y complicada, habría terminado por enterarse. Comenzó a pensar en ella y ya en la tarde de verdad deseaba verla, abrazarla, llevarla a casa y tener con ella uno de esos amores matrimoniales que acostumbraban, tan simples pero tan oportunos.
En el bus que lo llevaba al aeropuerto, ya casi recuperado de la resaca, hizo el balance de esos tres días y se sintió ridículo por pensar que todavía era el galán bachiller que alguna vez había sido. Lo único bueno, en últimas, había sido esa borrachera solitaria que nunca había tenido antes. Recordó a la chica calientahuevos de la taberna, retazos de su conversación con el barman, algunas, muy pocas, canciones que había escuchado. Cuando miró un aviso en la calle diciendo que se acercaba al aeropuerto se vio más ridículo todavía, sentado en el borde de la cama en calzoncillos con la boca seca inflando condones. Intentó recordar si los había recogido, pero no lo consiguió. Al bajarse del bus vio que Margarita le sonreía desde el área de llegadas nacionales.
Camilo Jiménez