La muerte del código QR
Los códigos QR podían almacenar mucha más información que los códigos de barras tradicionales, podían ser leídos más fácilmente que estos, y durante unos quince años fueron adoptados por muchas aplicaciones industriales y de gestión de almacenes. Con la llegada de los teléfonos con cámara, muchos vieron una oportunidad para utilizar los códigos QR como un vínculo entre el mundo físico y la información en la red: podías poner una etiqueta con un código QR pegado en cualquier sitio – lo que le daba además un toque la mar de postmoderno – y esperar que los usuarios, para ampliar la información sobre el mismo, lo leyesen con su teléfono móvil.
¿El problema? Muy pocos lo llegaron a hacer más allá de un uso anecdótico. El proceso no era suficientemente intuitivo, requería en muchos casos la descarga de una aplicación específica y, en general, se veía como demasiado esfuerzo para únicamente sustituir a un enlace, que podía facilitarse con alternativas más sencillas. Al tiempo, otras tecnologías, como NFC, RFID o incluso la realidad aumentada fueron comiéndole el terreno de los supuestos usos. En cierto sentido, el código QR se convirtió en una forma de que las marcas “se vistiesen de modernas”, “pon un código QR en tu folleto, en la caja de tu producto, en tu anuncio o en cualquier sitio“, pero con un índice de uso prácticamente nulo. Salvando una adopción algo superior en países asiáticos y algún ejemplo interesante como los desarrollos de Tesco en distribución en el mercado surcoreano, la mayor parte de los ejemplos han rozado prácticamente lo anecdótico.
Cuando Google, tras una serie de pruebas, decidió optar por otras tecnologías como NFC para aplicaciones como Places o Wallet, muchos lo vieron ya como el último clavo en el ataúd de un supuesto proceso de adopción masivo que, en realidad, nunca llegó a triunfar.