Conflicto fronterizo
81 inmigrantes subsaharianos instalados en la Isla de Tierra, situada frente a la costa marroquí y de soberanía española, están poniendo en un serio aprieto al Gobierno de Madrid. Trasladarlos a un Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla o de la Península sería una señal inequívoca de que las mafias de tráfico de personas han hallado una nueva vía de entrada a Europa a través de los islotes españoles del norte de África. Limitarse a proveerles de alimentos y mantas hasta que desistan de su empeño es un riesgo difícilmente asumible. El islote apenas si tiene una superficie mayor que dos campos de fútbol. Las condiciones de habitabilidad no son adecuadas y cualquier tragedia que ocurriese en este lugar sería achacable a España, país que reivindica la soberanía de la isla hasta ahora deshabitada que luce una gran bandera rojigualda.
Este es un asunto especialmente endemoniado para la política interna española, pero también para sus relaciones con Marruecos, país del que depende en gran medida el control de la frontera sur y en el que las tensiones migratorias son permanentes. Todos los datos apuntan a que estamos asistiendo a una nueva escalada. El desembarco desde la pasada primavera de varias pateras en las islas de Alborán, Chafarinas y Tierra y el intento de saltar el domingo pasado la valla de Melilla así lo indican. De ahí que resulte incomprensible que las autoridades españolas, conscientes de la existencia de esta nueva oleada, hayan permitido un segundo desembarco el mismo domingo en la minúscula Isla de Tierra tras la primera entrada de 19 subsaharianos tres días antes. El fallo, salvo flagrante negligencia, indicaría que las relaciones entre Madrid y Rabat no son tan estrechas y extraordinarias como ayer afirmaba el ministro de Exteriores José Manuel García-Margallo. Que el Gobierno español desistiera hace apenas un mes de reforzar la vigilancia en estos islotes ante la protesta de Rabat indica que el entendimiento no es óptimo.
El tiempo juega en esta crisis en contra de Madrid. Al Gobierno le urge reforzar el control fronterizo, para lo cual la cooperación marroquí es esencial. Las conversaciones abiertas ahora entre ambas capitales son la mejor opción, pero lo deseable sería que el acuerdo llegue cuanto antes y sea previo a la toma de una decisión adecuada al problema de esos 81 inmigrantes que continúan en la isla y de los que España, por razones humanitarias, no puede desentenderse. Tampoco parece factible que Marruecos los readmita sin probar que partieron de sus costas y que proceden ahora de un territorio cuya españolidad no reconoce. La diplomacia española tiene por delante una prueba difícil de superar. No sirven ya las balandronadas de los tiempos de la oposición, cuando Mariano Rajoy exigía a Zapatero la expulsión inmediata a Marruecos de los inmigrantes que saltaban la valla de Melilla.
Este es un asunto especialmente endemoniado para la política interna española, pero también para sus relaciones con Marruecos, país del que depende en gran medida el control de la frontera sur y en el que las tensiones migratorias son permanentes. Todos los datos apuntan a que estamos asistiendo a una nueva escalada. El desembarco desde la pasada primavera de varias pateras en las islas de Alborán, Chafarinas y Tierra y el intento de saltar el domingo pasado la valla de Melilla así lo indican. De ahí que resulte incomprensible que las autoridades españolas, conscientes de la existencia de esta nueva oleada, hayan permitido un segundo desembarco el mismo domingo en la minúscula Isla de Tierra tras la primera entrada de 19 subsaharianos tres días antes. El fallo, salvo flagrante negligencia, indicaría que las relaciones entre Madrid y Rabat no son tan estrechas y extraordinarias como ayer afirmaba el ministro de Exteriores José Manuel García-Margallo. Que el Gobierno español desistiera hace apenas un mes de reforzar la vigilancia en estos islotes ante la protesta de Rabat indica que el entendimiento no es óptimo.
El tiempo juega en esta crisis en contra de Madrid. Al Gobierno le urge reforzar el control fronterizo, para lo cual la cooperación marroquí es esencial. Las conversaciones abiertas ahora entre ambas capitales son la mejor opción, pero lo deseable sería que el acuerdo llegue cuanto antes y sea previo a la toma de una decisión adecuada al problema de esos 81 inmigrantes que continúan en la isla y de los que España, por razones humanitarias, no puede desentenderse. Tampoco parece factible que Marruecos los readmita sin probar que partieron de sus costas y que proceden ahora de un territorio cuya españolidad no reconoce. La diplomacia española tiene por delante una prueba difícil de superar. No sirven ya las balandronadas de los tiempos de la oposición, cuando Mariano Rajoy exigía a Zapatero la expulsión inmediata a Marruecos de los inmigrantes que saltaban la valla de Melilla.