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El mundo habitable del pintor Dis Berlin

Se llama Dis Berlin para el arte y Mariano Carrera para el registro civil, puede pasar veinte días ensimismado en su trabajo y tardar cuatro meses en acabar uno de sus cuadros.“Para un artista, lo más higiénico es no tener ni éxito ni dinero”, indica, con la falta de énfasis que da la verdad de una vivencia, la identidad entre lo que uno piensa, dice y hace. “El éxito estropea. Te descentra porque puedes empezar a mirar el valor económico de lo que haces. Y hay que elegir entre hacer hacer la obra que uno quiere o la que se vende”. Él, por su parte, lo tiene muy claro: “No quiero dinero y olvido”.

Quizá estas afirmaciones sorprendan en alguien que está ya en los manuales de arte, en el pintor que ha codificado lo mejor de cierta modernidad pictórica española, en un artista que –tras empezar a pintar y exponer con poco más de veinte años– logró no sólo generar una poética radicalmente suya, sino que ha venido erigiéndose en una figura no poco mítica en nuestro panorama artístico. Quién sabe si ahora, en la reclusión de su Tebaida de Aranjuez, esa consideración mítica no hará sino acrecentarse con la belleza secreta de lo que está poco expuesto.

Si volvemos la vista atrás, si viajamos de Aranjuez a Madrid y regresamos a los ochenta, podemos acercarnos a aquella casa que tuvo Dis Berlin, en la que entraba y salía, noche tras noche, el elenco actoral de la movida madrileña. Sí, Dis Berlin fue al primer concierto de Radio Futura y fascinó a Pedro Almodóvar, pero siempre se consideró más espectador que participante, quizá porque “no conectaba tanto con lo pop”. Eran, recuerda, los años de las “vacas gordas” de las galerías de arte, todo era pintar y colgar y vender y –en su caso personal– la capacidad de hacer prácticamente un cuadro por noche.

“Madrid está bien cuando eres joven”, afirma, “pero tenía que irme si quería ganar en tiempo y en concentración”. Y lo que hizo en 1992 fue marcharse a Denia, “a profundizar y ensimismarme en mi trabajo”, si bien reconoce que quizá fue una dosis de tranquilidad excesiva para su edad de entonces. En todo caso, siendo hombre sociable, simpático, sabe que “las partes difíciles de la vida vienen del contacto con los demás” y está más que cómodo en “una soledad no atormentada”. Corría el año 1996 y volvió a mudarse, esta vez a Aranjuez. “Me gustaron los jardines”, justifica. Aunque –soriano de nacimiento– preferiría vivir en el campo.

“He visto frascos de perfume, / muebles déco, porcelanas y corsés, conchas / marinas y pin-ups. He visto la memoria / del mundo y sus símbolos pintados / por Dis Berlin”. En su Carta escrita en verso, proemio de uno de los catálogos del pintor, el gran José Carlos Llop traza no pocas de las referencias de esa pintura tan habitable que, a lo largo de tres décadas, ha gestado Dis Berlin.

Al cabo, es a él a quien se debe la llegada de una cierta carga literaria a la pintura española, un mundo con retazos de la elegancia de Larbaud, el aire de misterio y la densidad atmosférica de Modiano y el cosmopolitismo de Morand. Añádanse a la mezcla los guiños a la estética fifties –esas pin-ups a las que alude Llop–, al déco, a la pintura metafísica italiana, a la figuración del siglo XX, a la pintura de arquitecturas, a la secreta vía del pop que lleva desde el glam más fino a los new romantics. Todo eso, y una caja de Cornell, tiene cabida dentro de la obra de Dis Berlin, en sus óleos y collages, en sus piezas sobre papel y en sus fotomontajes e incluso –ahora– en sus cerámicas. Así ha logrado que esa carga literaria no sólo dé una cierta hilatura narrativa a su pintura, sino ante todo un ambiente, una –de nuevo Modiano– atmósfera.

El propio artista reconoce que “soy un pintor colectivo”, que su mayor ilusión sería “vivir doscientos años” para ir dando salida a sus cientos de ideas. “Me cuesta seguir un camino porque en seguida surgen nuevas vías”. Pero, mirando a su trayectoria, esa tensión ha valido bien la pena: aunque el mercado demande que un artista haga sólo una cosa, aunque haya quien ama a un Dis Berlin y aborrece a otro Dis Berlin, su actitud no deja de entroncar con aquel espíritu de busca permanente que –según el artista– caracterizó a la pintura hasta los años treinta. Y es también una postura moral: “procuro no pensar en el público, que es la perdición de muchos pintores. Seguir las modas es la debilidad más mezquina que puede tener un artista”.

Él, al fin y al cabo, recuerda “muchos éxitos cortos, muchos fuegos fatuos” en aquel “reino de lo efímero” que fueron los ochenta, incluso “muchos triunfadores incomprensibles”. “El ‘todo vale’ hizo mucho daño, sobre todo a la figuración”. Si mira a su obra de aquella época, reconoce que algunas cosas le maravillan todavía, mientras que otras le disgustan: por eso, precisamente, “he destruido mucha obra”. ¿No es esto injusto para los demás? “No. Muchos artistas, como Picasso, serían grandes con menos obra. Hay que ser muy crítico con lo fácil y con lo menor, al menos a partir de cierta edad”. Y ¿cómo se evoluciona con la edad? ¿hay nostalgias de esos tiempos de un cuadro por noche? “De joven predomina la inspiración; después, predomina lo propio del arte: la construcción. Ya no pinto ni rápido ni suelto. Pinto cuadros más complicados porque me exijo más”.
No es difícil hallar la raíz de tanta exigencia: “Hay que aspirar, si no a la grandeza, sí a una dignidad del oficio”, del viejo oficio de pintar. Y vuelve a sonar tan veraz como poco enfático cuando afirma que “lo que hay que pensar es en pasar a la historia del arte”. Para Dis Berlin, la soledad y la independencia son las compañeras necesarias de su apuesta por la libertad creativa, por una pintura capaz de pensarse a sí misma, sin descanso en su exigencia ni en su energía genesíaca. Esos son valores, tal vez, no sujetos a crisis del mercado.

Un mundo habitable
Si Aranjuez es la Tebaida de Dis Berlin, también es su estudio, su casa, su archivo, esa inmensa recopilación –dos mil carpetas– tan plural como su obra, entre la acumulación de Ramón y el laberinto –o la biblioteca– borgianos. Hay ahí mucha identidad entre vida y obra, un mundo propio hecho de maniquíes y de bromas, de postales del Lido, de retablos medievales, de mundinovis y bolas de cristal, de relojes y de esferas, ropavejerías del siglo XX y animales taxidermizados. Es, sí, un mundo propio, un mundo habitable, reconocible, como el recuerdo de un paraíso perdido de belleza. Lo glosó mejor José Carlos Llop: “El cielo es la casa de la pintura / donde vive Dis Berlin”.